Muchas fueron las calles por las que me dejé conducir por Don Cafasso. “Observe la realidad -me decía- para que sepa a dónde quiere llevarlo el Señor”. Pienso yo que estando en la calle, ya estaba donde me quería el Señor.
Es junio de mil ochocientos cuarenta y dos. Termina mi estancia en el Convictorio Eclesiástico ¡Cuánto bien me ha hecho estar aquí! ¡Qué buen consejo y que acertada decisión! Aquí realmente he aprendido a ser cura, a ser Buen Pastor y no un asalariado ni menos un acomodado. Por la tarde, terminados los Ejercicios Espirituales, Don Cafasso, el director, que conoce bien a los suyos, logra leer algo en mi semblante, que le hace acercarse a mí para preguntarme:
– ¿Qué ocupa en este momento su mente y su corazón?
Abrí los ojos y sonreí. Esperaba una pregunta así: -En este momento me parece encontrarme en medio de una multitud de muchachos que me piden ayuda.
– ¿No serán solo los que le abarrotan ese pequeño espacio en la iglesia San Francisco de Asís?
– Me temo que no son solo ellos…
– Recuerde la advertencia de Don Cottolengo: “Tenga una sotana más fuerte, mi buen amigo, porque serán tantos los muchachos que se sujeten de ella que terminarán por romperla”.
-Espero que eso de “la multitud” sea una profecía, pero el que se rompa… espero que solo sea una broma… aun así sueño con un patio más grande que el que me ofrece la trastienda de la sacristía de la Iglesia de San Francisco, porque en nuestras rutas para descubrir lo que Dios quiere para mí he puesto mi mirada en un grupo mucho más numeroso que los que vienen al catecismo…
¿Quiénes eran estos jóvenes pobres y abandonados que atrajeron mi atención desde mis primeros días de estancia en Turín? No se trataba de campesinos pobres que, como yo, vivimos la cotidianidad en los verdes campos de I Becchi, ni tampoco los pobres estudiantes que me acompañaban y secundaban en mis locas aventuras como los de Chieri. Se trataba de un descubrimiento nuevo que golpeó la puerta de mi corazón y lo tomaron por asalto. Eran los pequeños limpiachimeneas que entraron por el hogar que soñaba encender para ellos y los grupos de albañiles que se ofertaban como mano de obra barata en el mercado de Puerta del Palacio y para quienes soñaba una casa para que descansaran; eran ese grupo de jóvenes, fracaso de una sociedad que los orilla a la miseria y luego los castiga por no tener educación y haberse convertido en esos indeseables que su propio sistema creó y para los que soñaba una escuela para que nunca más volvieran allí…
– Es sólo lo que sueño…
– ¿Crees que son solo sueños? Pienso en algo más.
– ¿Será un llamado a la conversión?
– Pienso más en lo que llena tu corazón y tu mente. Precisamente en esos sueños, que los sueños no son para tenerlos, ni siquiera para cumplirlos. Los sueños, mi querido Juan, son para trabajarlos y ya verás ¡Cuánto trabajo darán los tuyos!