RMG – Encarnado para nuestra salvación

(ANS – Roma) – En este tiempo de Adviento, la reflexión misionera del 11 del mes del Consejero General para las Misiones, Padre Alfred Maravilla, aborda un tema complejo pero fundamental: la «salvación».

El Credo que recitamos cada domingo resuena de manera especial en la proximidad de Navidad: «Por nosotros y por nuestra salvación… se encarnó en el seno de la Virgen María». Desde la creación, Dios ha entablado un diálogo de salvación con la humanidad, porque Él desea que todos se salven. Sin embargo, somos herederos del pecado original y de todas sus consecuencias, y por nuestros pecados nos alejamos de Dios.

La salvación no es autosuperación, ni autorrealización, ni bienestar físico o económico, ni convivencia pacífica entre los pueblos. La salvación es la unión plena con la Santísima Trinidad que tiene un nombre y un rostro: Jesucristo, nuestro Salvador. Comienza con la fe en su encarnación, nacimiento, enseñanza, muerte y resurrección. Como «único mediador entre Dios y los hombres» (1Timoteo 2,5-6), Jesús no sólo nos muestra el camino para encontrarnos con Dios. Él es el Camino que restablece plenamente nuestra amistad con Dios. Pero no termina ahí.

La salvación es una relación viva con Dios que nace en la fe, se expresa concretamente en el Bautismo, se funda en la gracia, se sostiene en la esperanza, se desarrolla a lo largo de la vida con actos de caridad y fructifica en la gloria. Es ser la nueva creación de Dios. Jesucristo sanó la ruptura que resulta del pecado y nos introdujo en el proceso de renovación completa de la semejanza de Dios en nosotros. Gracias a Jesús, nuestras relaciones con Dios, con los demás y con la creación son sanados y renovados.

Estamos seguros de que Dios desea nuestra salvación ayudándonos fielmente con su gracia. En efecto, todo acto de amor a Dios y al prójimo está inspirado y sostenido enteramente por la gracia de Dios. En efecto, nuestra salvación es siempre iniciativa de Dios. No nos la ganamos ni la merecemos. Dios actúa primero e incita a nuestros corazones a responderle, pero nosotros tenemos la libertad de aceptar o rechazar su invitación.

El don de la salvación, al igual que la amistad humana, implica una serie de elecciones amorosas a largo plazo para hacer crecer una relación comprometida.  Aunque ahora creamos en Jesús, seguimos teniendo libre albedrío, por lo que aún podemos alejarnos de Dios. Cada día de nuestras vidas, tomamos decisiones que nos acercan o nos alejan de Dios.  Este es un proceso de toda la vida que requiere nuestra cooperación para volver a vivir y amar como Jesús vivió y amó. Este proceso continuo sólo encuentra su culminación en el cielo, donde disfrutamos de la vida eterna en perfecta comunión con Dios.

Nuestra sociedad actual lucha por aceptar nuestra fe cristiana que proclama que Jesucristo es el único mediador y camino de salvación (Hch 4, 12) de toda la persona humana y de toda la humanidad. En efecto, Jesús se nos hace presente en su cuerpo que es la Iglesia en la que entramos por la puerta del Bautismo (LG, 14). Por tanto, la Iglesia es un medio necesario a través del cual recibimos la salvación traída por Jesucristo.

Nuestra imperfecta comprensión del don divino de la salvación nos lleva a menudo a preguntarnos: ¿qué pasa con los que nunca han oído hablar de Jesucristo, del Evangelio o de la Iglesia?  Todo lo que es bueno y verdadero en las culturas, los pueblos, la ciencia, la técnica y los movimientos son «semillas del Verbo» (AG, 11), reflejos de «un rayo de aquella Verdad que todo lo ilumina» (NA, 2). Por eso, Dios, en su amor y misericordia, pone su gracia a disposición de quienes, sin culpa alguna, nunca han tenido la oportunidad de conocer a Jesucristo ni a su Iglesia, y, sin embargo, buscan sinceramente a Dios y se esfuerzan en su vida cotidiana por cumplir la voluntad de Dios tal como la conocen a través de los dictados de la conciencia (LG, 16). El Espíritu Santo les ofrece la posibilidad de entrar en contacto con el misterio pascual de Cristo «del modo que Dios conoce» (GS, 22; AG, 17) y de ser salvados por el Salvador que no conocen, pero que los ama igualmente. Por el contrario, esta posibilidad, así como nuestro respeto y estima por ellos, no puede ser un obstáculo para su derecho a conocer la persona de Jesucristo, ni eximirnos de la misión de compartir con ellos el mensaje evangélico de amor y justicia.

Nosotros, que hemos aceptado el don de la salvación, estamos llenos de gratitud. Esto se expresa en nuestra pasión por Jesús y por su pueblo. Hacemos nuestra la mirada de Jesús, ardiendo en un amor que abraza a todo su pueblo y nos envía a estar cerca de la vida de las personas. Que nuestros corazones y nuestras vidas se llenen de la alegría del Evangelio para anunciar la Buena Nueva de nuestro Señor Jesucristo (EG, 1, 264, 268).

Para la Reflexión y el Intercambio

1. ¿Me esfuerzo por crecer cada día en la amistad de Dios?

2. ¿Cómo vivo nuestra misión de compartir el mensaje del Evangelio? 

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