¡Palabra de Mamá!

Por la mañana fui a pasar el control para el servicio militar. Era sólo un trámite por­que habiendo sido ya aceptado en el semi­nario, la ley me declaraba como “clérigo recla­mado por el arzobispo” y para que no hubiera dudas me presenté con la sotana puesta. Asunto terminado.

Y es este el segundo motivo por el que fue un día importante. «Hoy ingresaré al seminario», me dije. Fue mi último día fuera. Seis años de for­mación esperaban para llegar al ansiado sueño de ser sacerdote. Para este día se juntaron todos los parientes. Todos me mostraban su alegría y su apoyo. Todos contentos y yo más que ellos.

Apenas supieron que el hijo de Marga­rita se va al seminario todos quisieron ayudar con algo. Uno me proporciona la sotana, otro el sombrero, una perso­na me regaló la camisa blanca, y otra la capa. ¡Hasta un colchón! Siempre viví endeudado con los pobres que son quienes más me ayudaron.

El ajuar estaba completo y la ilusión a tope. En mis manos un manojo de ropa necesaria y en el corazón y la mente todo lo que pudiera caber de emoción.

Pero algo llamó mi atención podero­samente. Y este fue el tercer motivo de lo memorable de esta fecha: mi madre. Entre los que estaban presentes ella se me perdió de vista. La ví inquieta, pen­sativa, con algo que decirme, pero espe­raba el momento oportuno. Y cuando estuvimos solos por la tarde, me dijo:

«Querido Juan, ya has vestido la so­tana de sacerdote. Como madre expe­rimento un gran consuelo de tener un hijo seminarista. Pero recuerda que no es ese hábito que vistes lo que hon­ra tu estado, sino la práctica de la vir­tud. Si alguna vez sintieras que esto no es lo tuyo ¡Por el amor a Dios! No lo deshonres y quítatelo enseguida. Te prefiero pobre campesino que un mal cura que no cumpla sus deberes. El día que viniste al mundo te puse en manos de la Virgen; cuando comen­zaste los estudios te recomendé que fueras devoto de ella; ahora te digo que seas todo suyo. Ella lo hará todo en ti. Ama a los compañeros que amen a María; y, si llegas a ser sacerdote, recomienda y propaga su devoción».

Cuando terminó de hablar la vi muy conmovida. Había sacado de su co­razón lo que ella entendía de ese mo­mento, toda su experiencia y quizá mucho de lo que había visto y meditado en su interior. Ella estaba conmovida, y yo lloraba.

«Madre, le respondí. Te agradezco todo lo que tú has hecho y haces por mí; tus palabras no caen en el vacío, y serán un gran tesoro a largo de mi vida».

Y así lo ha sido hasta aho­ra. Cuando alcancé la meta soñada (lo del sueño de los nueve años) lo único que me consoló fue ver cumplida la promesa, «Yo te daré la maes­tra». Y mi madre, también fue mi maestra.

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