Nos reunimos hoy para contemplar la última semana de la vida de Jesús, esa semana santa que no solo cambió la historia, sino que cambió el corazón del mundo.
Jesús no entró en Jerusalén como un rey con espadas ni con ejércitos, sino montado en un asno, con humildad y mansedumbre, cumpliendo las Escrituras, mostrando que su poder no era de este mundo, sino del Reino eterno.

En esos días finales, partió el pan con sus amigos, lavó sus pies, compartió con ellos el vino, oró en el huerto con el alma herida, sabiendo lo que venía: la traición, los golpes, el abandono… la cruz.
Y, sin embargo, en cada paso, Jesús vencía.
Venció al odio con el perdón.
Venció a la violencia con el amor.
Venció al pecado con su entrega.
Y en última instancia, venció a la muerte con la Resurrección.
La cruz fue el altar.
La tumba vacía, el triunfo.
Aquella semana pesada, llena de dolor y silencio, es también la semana de la esperanza, porque la pasión no fue el final, sino el principio de una vida nueva para todos nosotros.
Por eso, al recordar esa última semana, no cargamos solo con el peso del sacrificio, sino que vivimos el gozo de la resurrección.
Porque Jesús es el Verbo, la Palabra hecha carne, la Razón de nuestra existencia, la Fuerza en nuestra debilidad, el Amor que no falla.
Él es Dios mismo, que lo dio todo, para que nosotros pudiéramos ser más, para que cada uno de nosotros reciba la dignidad de los hijos de Dios.
Vivamos esta semana santa con el corazón abierto. No solo como un recuerdo, sino como una invitación a creer, a cambiar, a vivir con sentido.
Él no fue vencido.
Y con Él, nosotros tampoco seremos vencidos.

