¡Le llamaremos patio!

Dios nunca te entrega la casa, sino solo los planos; ni tampoco te da los frutos, sino siempre semillas. Y es lo que he ido descubriendo desde que llegué al Colegio Eclesiástico: a buscar la buena tierra donde plantar la semilla o el espacio preciso para levantar el edificio.

Le comenté a don Cafasso, qué es lo que llena mi corazón y mi mente. Le cuento, siempre que puedo, el deseo inmenso que tengo de hacer un trabajo con los jóvenes, porque inmediatamente vienen a mi cabeza las imágenes, siempre inolvidables, de la Sociedad de la Alegría. Si se pudo con esos jóvenes, creo que aquí en Turín se podría hacer otro tanto.

–Y ¿cree usted que realmente puede hacer lo mismo aquí en Turín?

-Los jóvenes son jóvenes en todas partes, siempre llenos de energía e impulsados a hacer cosas grandes, sólo necesitan quien los motive -se lo expresé más imaginando a los muchachos de Chieri, cómplices de mis locuras, que a los que se divertían conmigo en I Becchi.

-Admiro mucho su entusiasmo y más aún su pensamiento tan positivo -lo decía con un tono de voz tan amable como certero-. Yo creo -añadió- que puedo ayudarlo, pues en estos años he venido haciendo una labor bastante comprometida con jóvenes de esta ciudad.

Lo que me dijo me animó tremendamente. ¡Por fin encuentro a alguien que cree en la posibilidad de los sueños!, alguien que también considera que todo el bien de una ciudad se juega en el trabajo con los muchachos.

-Por eso quiero compartirle la fórmula, el proceso, que considero primordial para el inicio de ese proyecto que le quita más el sueño que alimentárselo. Luego de una pausa añadió: “comenzamos mañana mismo”.

Lo primero que hizo fue llevarme a las cárceles, en donde pude conocer qué enorme es la malicia y la miseria de los hombres. Cuánto no hubiese dado en ese momento por cambiarles ese reducido espacio en uno más amplio donde no solo se sientan libres sino acompañados. Qué diferentes no serían sus rostros, ahora llenos de amargura y sombríos, en medio de un espacio más amplio y lleno de luz; correr tras una pelota y no huyendo de la justicia, riendo sin malicia, reunidos sin ocultarse y hablando con soltura y sin groserías. Cambiar esa desconfianza huraña por una amistad sincera, quitarles de las manos el puñal y cambiárselo por un libro o una herramienta, la celda por una casa.

Solo mire – me decía don Cafasso, mientras saludaba a unos y a otros. Quién devolvía emocionado el saludo y los más que le miraban con diferencia y otros atrevidos haciendo muecas de desprecio.

Me sentí horrorizado al ver a esa cantidad de muchachos, de doce a veinte años, sanos, robustos, inteligentes que estaban allí ociosos, sin sentido es sus vidas, sin ninguna motivación para ser mejores. Estaban allí personificados los resultados de una sociedad que mata sus esperanzas porque embrutece a sus jóvenes.

Y si cuando salieran ¿hallarán un espacio diferente? Fue entonces que por mi cabeza iba rondando esa idea loca y acariciando el sueño de crear un espacio tan li- bre y a la vez tan educativo que les ayudara no sólo a sentirse felices, sino a construir vínculos de amistad, de confianza y la certeza de una compañía siempre cerca- na con una palabra siempre oportuna; el lugar de los encuentros. Un tremendo escenario donde se sientan protagonistas, directores y guionistas de su futuro.

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