Una anécdota, aparentemente intrascendente, ilustra el significado que tuvo en la historia de la Iglesia Peruana del nombramiento del salesiano Octavio Ortiz Arrieta (1878-1958) como Obispo de Chachapoyas.
Me reconocieron en la calle
Fue narrada por el propio monseñor Octavio y registrada por el padre Eugenio Pennati (1920-2010) en su opúsculo biográfico “Una perla de salesiano”. Allí se señala este evento que podemos fechar entre noviembre de 1921 y mayo de 1922:
“Uno de esos días el padre Ortiz Arrieta iba del Callao a Lima. Uno de los pasajeros sentado a su lado leía el periódico. ‘Vi mi fotografía ─contaba monseñor años más tarde─, con la noticia de mi nombramiento. Confieso que sentí cierto orgullo y vana complacencia. Al bajar en el último paradero, algunos me reconocieron y comentaron en voz baja: ‘Es el nuevo Obispo’. Pero una señora, con aire de juez dijo: ‘Ese no tiene cara de obispo’. ‘Y así ─concluía monseñor con sencillez─ quedó enseguida castigada mi vana complacencia”.
Un obispo del pueblo
Efectivamente, era común, aún en las primeras décadas del siglo XX, que los titulares de las diócesis en el Perú provinieran de familias notables o ubicadas en posiciones privilegiadas dentro de nuestra pirámide social. Algunos de ellos grandes propietarios, como monseñor José Sebastián de Goyeneche en Arequipa o el mismo monseñor Teodoro del Valle, benefactor de los Salesianos. En este escenario, monseñor Octavio Ortiz Arrieta aparece como uno de los primeros ─si es que no el primer─ obispo peruano proveniente de las clases populares.
El primer salesiano
Nacido en Lima en 1878 y crecido en medio de los estragos económicos de la Guerra del Pacífico, vivió su niñez en el popular barrio de la calle de La Pelota, cuadra sexta del jirón Camaná. Posteriormente, comenzó a frecuentar en su adolescencia en oratorio salesiano del Rímac, donde pudo ingresar como estudiante de carpintería a la Escuela de Artes Oficios que regentaban los hijos de Don Bosco. Gracias a ellos, pudo realizar su formación hacia el sacerdocio, destacando como religioso y joven director, trazando una trayectoria que le valió su designación elección episcopal en 1920.
En un país donde la ubicación socioeconómica suele estar asociada a ciertas características fisonómicas, la desafortunada pero sintomática expresión “no tiene cara de obispo” revela hasta qué punto monseñor Octavio Ortiz Arrieta fue, tanto literal como metafóricamente, un rostro nuevo en la historia de la Iglesia Peruana.