¡Les debo la vida!

¿Cómo es que lo supe?  Pues creo que ha sido providencial. Las cosas se fueron dando y terminó siendo casi casi un pacto.

– ¿Un pacto?,

-Sí, una alianza, una consagración…

– ¿Cómo así?

– Te lo cuento:

Es el verano de 1846. Y una tarde de muchísimo calor en julio me sobrevino un gran agotamiento. Tuvieron que llevarme a la cama. Bronquitis, tos, una fiebre violenta. En ocho días trepé hasta el límite entre la vida y la muerte. Me dieron la comunión como viático y la Unción como fortaleza y consuelo. Estaba listo para morir. Pero me pesaba abandonar a mis muchachos. Era como si me sujetaran de las manos y no me dejaran emprender el vuelo. Sus caras y en ellas sus ojos casi suplicantes: “ahora que nos has encontrado ¿Nos vas a dejar así?”

Dios los escuchó. Era sábado por la tarde, los médicos pasaron consulta y sentenciaron que aquella sería mi última noche. Yo también estaba convencido de ello, porque sentía mi cuerpo sin fuerzas y vomitaba sangre. Los ojos se me cerraban, finalmente me dormí. Al despertar ¡Estaba fuera de peligro! Los médicos que llegaron esa mañana -Botta y Cafasso- me dijeron:

– “¡Vaya inmediatamente a darle gracias a Dios! porque esto que le acaba de pasar es obra suya”.

No hice otra cosa que mandar avisar a mis muchachos que volvería al oratorio. Cuando lo hice no lo podía creer: desde la puerta del Refugio donde me encontraba, habían hecho un camino de flores, tantas como habían podido conseguir.

Apoyado en un bastón logré dirigirme al oratorio. Me acogieron cantando y algunos hasta llorando ¡Me conmovieron tanto! Me envolvieron en sus cantos y me adentraron en sus emociones. El corazón se deshacía dentro mío al calor de su cariño.

Los mayores me obligaron entonces a sentarme en una silla y me elevaron como a un rey en su trono mientras los más pequeños me rodeaban mostrando su alegría desbordante y portando aun en sus manos sus pobres y deshojadas flores. Entramos en la capilla y nos pusimos delante del sagrario, porque estaba allí el que me había devuelto a ellos. Junto con las inevitables lágrimas brotaron las palabras:

– “Les doy las gracias, les debo la vida. Estoy convencido que Dios me la ha conservado por sus oraciones. La gratitud quiere que la gaste por ustedes. Les prometo hacerlo mientras el Señor me mantenga en esta tierra. Sépanlo bien que hasta mi último aliento será para ustedes. Y ustedes… ayúdenme”.

Los médicos me prescribieron algunos meses de descanso. Iré a I Becchi, que no hay mejor convalecencia que pasarlo en casa junto a mi madre y no hay para mi mejor remedio que la familia.

– “Es solo un momento y es necesario. Dejé de escuchar a quienes me aconsejaron hacerlo antes de este terrible trance. Esta vez les haré caso”.

Sonreí luego mirándolos con cariño y con nostalgia. Siempre, siempre cerca o lejos llenarán mi vida porque les pertenece. Y les prometí:

– “Antes que caigan las hojas del otoño, volveré”.

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