En el pequeño pueblo de San Lucero el aire olía a pan caliente y flores recién cortadas. En cada casa, los niños corrían de un lado a otro ayudando a preparar algo muy especial: el Día de los Difuntos.
Lucía, de 8 años, sostenía un ramillete de flor de cempasúchil mientras le preguntaba a su abuela:
—Abuelita, ¿por qué todos llevan flores al cementerio?
La abuela sonrió y le respondió:
—Porque hoy las flores hablan, hijita. Nos ayudan a decirles a los que ya no están cuánto los seguimos queriendo.
Lucía frunció el ceño, curiosa.
—¿Hablan? ¿De verdad?
—Claro —dijo la abuela mientras colocaba velas en una canasta—. Pero no con palabras, sino con su color, su perfume y su cariño.
En la plaza, Tomás y Mateo, los gemelos del barrio, ayudaban a su mamá a preparar panecillos en forma de cruz y de angelito.
—Estos son para los que están en el cielo —dijo la mamá—, porque hoy recordamos que la muerte no es el final, sino una puerta para volver a encontrarnos.
Cuando el sol empezó a esconderse, las familias caminaron al cementerio. Llevaban velas, comida y fotografías. Los niños, con ojos grandes y asombrados, vieron cómo todo el lugar se llenaba de luces titilantes, risas suaves y canciones.
Lucía miró la tumba de su abuelo Joaquín. Colocó su flor y dijo en voz bajita:
—Hola, abuelo. Te traje tu flor favorita. Espero que te guste.
El viento sopló suavemente y la flor pareció moverse sola, como si le respondiera.
—¿Viste? —susurró la abuela—. Las flores hablan cuando el corazón escucha.
Esa noche, los niños entendieron que el Día de los Difuntos no es un día triste, sino un día para recordar con amor, celebrar la vida y mantener viva la memoria de quienes nos cuidaron desde el cielo.
Y mientras las velas brillaban como estrellas en la tierra, Lucía pensó que, tal vez, los difuntos también celebraban allá arriba, sonriendo entre las nubes.
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