Las fiestas de navidad suelen asociarse a temas de nostalgia y de una vaga tristeza. Para mí tienen más bien están asociadas con la alegría y la esperanza. La alegría de compartirlo todo con Dios y la esperanza que refleja un niño recién nacido que tiene todo un futuro por delante. Cada navidad se renueva en mí esta convicción.
Es diciembre de 1842. El oratorio va asentando sus bases, va tomando forma y quiero también que se vayan creando esas sanas tradiciones que de alguna manera irán construyendo ese clima de familia que quiero que sea el sello distintivo de nuestra futura casa. He pensado en estas fiestas de navidad como un tiempo propicio.
Aprendí a tocar discretamente el órgano y el piano, había estudiado alguno de los métodos más famosos para aprender a tocar y cantar. Pues bien, con estas herramientas y con el deseo que me movía por preparar con estos muchas estas fiestas de fin de año, quise componer un villancico en honor al Niño Dios que reflejara más que nostalgias de hogar o la tristeza del invierno, la alegría y el gozo que nos da saber que Jesús es como nosotros: de la calle; sin más lugar para nacer que un techo prestado lleno de animales como lo es el cobertizo Pinardi; peregrinos rechazados, foráneos como lo fueron María y José, pero, con la plena convicción de que hay más dicha en lo que ocurrió esa noche que las circunstancias que lo rodearon, como bien lo anunciaron los ángeles.
Con estas ideas y apoyado en la pequeña barandilla del coro de la iglesia de San Francisco de Asís. Escribí la letra que coloqué luego sobre el marco de una ventana vieja a manera de pizarra para que la leyesen y aprendiesen los muchachos. Hice saltar mis dedos por el teclado mientras canturreaba una sencilla melodía que se abrazara en una canción a los versos que había ya puesto en aquella hoja.
Ensayábamos paseando entre la Calle Doragrossa y la Plaza de Milán. La gente miraba extrañada a aquel extraño cura que, entre risas y bromas, repetía una y otra vez mi estribillo: “Entonen con voz de júbilo / gratos cánticos de amor / que ha nacido un tierno Niño / nuestro Dios y Salvador”. Su constancia logró vencer toda adversidad. Llegaron a aprenderla y hacerla suya. La música era un poco ingenua, pero aquellos muchachos la cantaban tan afectuosamente que conmovían. Su canto se alzó claro y afinado. Vocalizaban cada sílaba y matizaban cada expresión.
¿Por qué nos atrevimos a cantar por las calles? Simple y llanamente porque no teníamos un lugar para los ensayos y decidimos hacerlo por las calles, porque ellos las conocían bien, eran peregrinos de esos lares. Porque es nuestro lugar.
El estreno del villancico se dio en la iglesia de los Dominicos y luego en La Consolata bajo mi dirección y estando yo en el órgano dando las notas, ante un público poco acostumbrado a oír un coro de voces blancas. Quedaron más que asombrados, conmovidos. Cuando descubrí en algunos ojos el brillo de una lágrima, comprendí que, gracias a aquellos albañilitos, aquello era algo más que un villancico. Ellos se habían transformado en el latido de aquella Navidad.