Trepando sueños y decisiones

Por Pablo Medina, sdb

No podía tener mejor final aquel día que dormir con la noticia de que iba a afrontar mejor mi primer año de estudios en Chieri gracias a las veinte liras ganadas en el juego de la cucaña. Con la sonrisa dibujada en mis labios me dormí.

Aspiré hondo y descubrí que el aire no traía el perfume lógico del bosque piamontés. No entendía qué pasaba. Entre sueños, me quedé quieto unos minutos, hasta que me atreví a abrir los ojos y quedé desconcertado. Una extraña luz me insinuaba que era preciso ser cautos, ya que a menos de cuatro pasos de distancia se abría un ancho tajo de montañas que parecía haber sido hecho a cortes de cuchillo, desde donde distinguía las copas de miles de árboles, pero unos doscientos metros más abajo.

“¡Dios mío!”, atiné a decir sorprendido.

Porque no sabía cómo, pero me encontraba en una escarpada serranía. A mi izquierda, una explanada se extendía como un amplio mirador sobre un abismo y a pocos metros, a mi derecha, una maraña de árboles y maleza al borde del precipicio.

Me recosté en el tronco de un árbol y traté de hacer memoria sobre qué itinerario había hecho para acabar allí: Sussambrino-Montafia, Montafia-Sussambrino. La plaza, las calles, la gente, la cucaña, la bolsa con las veinte liras…

“¡Acércate!”, me dijo una voz que salía desde la maleza de la derecha.

Al acercarme, apareció ver a una señora que conducía un numerosísimo rebaño de ovejas, mientras me decía: “Mira, Gianni, todo este rebaño lo confío a tus cuidados”.

Podría agradecer tamaño regalo a no ser por el lugar. Aquella tierra era solo de águilas y cernícalos ¿Qué otro animal se podría sentir a gusto en este agreste paisaje? Por eso, respondí: “¿Cómo podré custodiar tantas ovejas y corderos?”. Dígame, señora, “¿dónde encontraré pastos suficientes para alimentarlos?”

“No temas, yo estaré contigo”, me dijo.

Me asomé sobre el abismo. Una suave bruma se levantaba y empezaba a apoderarse de todo aquel bosque trepándose por las copas de los árboles. Cualquiera se lo pensaría mil veces antes de bajar. Yo decidí hacerle batalla y bajar por los impresionantes farallones y tomando mi mochila inicié el descenso. En el trayecto perdí más de una prenda, algún libro, la bolsita con las veinte liras, mi navaja. Cuando llegué al fondo de la quebrada di una mirada al trayecto realizado y di gracias por no estar muerto.

Me sacudió un latigazo y desperté. Me sentía mal. Tanto que estuve a punto de no levantarme. Me encontraba virtualmente deshecho tras batallar toda la noche en mis sueños.

¿Quién me mandaba a mí a meterme en camisa de once varas? ¿Por qué no quedarme tranquilo en casa con mi madre y mi hermano José? ¿Qué podría sacar yo de los estudios en Chieri y de hacerme cura, sino prejuicios, muchos prejuicios y nada más que prejuicios?

Sin embargo, igualmente cierto era preguntarme si yo no lo hacía, ¿quién lo haría?, si no era fiel a mí mismo, que era mi primera fidelidad, ¿estaría en el camino que le daba sentido a mi vida? Y si le daba las espaldas a la señora del sueño, ¿conseguiría vivir tranquilo alguna vez? ¿Podría sentirme contento al verme en el espejo?

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