Todos los jueves mi madre iba al mercado. Descendía de la colina de I Becchi, y caminando cinco kilómetros llegaba a la plaza de Castelnuovo de Asti, centro del municipio. En una cesta o en un par de bolsas llevaba quesos, huevos o alguna gallina para la venta. Compraba aceite y sal. Cuando vendía y compraba (y después de pagar el impuesto de entrada al mercado), Margarita debía hacer las cuentas rápidamente con monedas y centavos de cualquier cuño.
Un jueves, mientras mamá estaba en el mercado, quise rebuscar en el armario. Buscaba, pero mi pequeña estatura me tenía empinado. Hasta que divisé en lo más alto, algo que me llamó la atención. Arriba, entre muchas cosas, estaba colocada también, como una trampa del destino, una jarra de barro donde mamá guardaba el aceite, que de seguro llevaba inscrito “déjese fuera del alcance de los niños” (especialmente de Juan). De repente y sin querer, di un empujón a la dichosa jarra, que cayó haciendo un ruido seco y sordo.
El aceite comenzó a extenderse por el suelo haciendo que yo viera en esa mancha espectral a mi propia culpa dibujándose y agrandándose cada vez más. Hice todo lo posible entonces. Quité los trozos de barro, pero mi desgracia era más rápida que yo. No pude rescatar nada: ni la jarra, ni el aceite, ni el castigo que de seguro vendrá. Molesto conmigo mismo y con mi torpeza, arrugué la nariz, fruncí el ceño y crucé mis brazos dejando caer, con un brusco golpe, mis hombros. Salí a buscar al bueno de José para confesarle lo ocurrido:
-José, he roto la aceitera, pero no lo he hecho a propósito.
-No te preocupes. Conozco a mamá más que tú. Solo sacará una lección
-O una correa….
-Mejor, alcánzame una navaja…
– ¡Qué piensas hacer!
-Tranquilo, ninguna locura, solo voy a tallar la medida de mi acción…
Fui entonces a sentarme junto a un seto. Corté una vara robusta y la tallé con cuidado. Después fui a esperar a mi madre al borde del camino por el que sabía debía regresar a casa. Apenas la vi fui corriendo a su encuentro para ofrecerle la vara que había pulido y tallado con tanto cuidado:
-Mamá, hoy lo merezco. Sin querer, he roto la aceitera -le dije mientras bajaba mi cabeza y le extendía la vara como una ofrenda, listo para el sacrificio.
Me quedó mirando con una ternura infinita.
-Estoy contenta porque no has venido a contarme mentiras ni excusas ni tampoco a señalarme culpables. Pero, estate atento la próxima vez, porque el aceite cuesta caro. En cuanto a esta vara, la conservaré. Está muy bien trabajada. Ahora, vamos que nos esperan en casa.
Ella adelantaba el paso y yo le di el alcance. Me tomó de la mano y yo recordaba cuando en una escena parecida me susurraban: “No con golpes, Juan”. Pero más aún, viéndola a ella, recordaba la promesa: “Te daré una maestra”. Y ella lo era.
Entendí que la amabilidad es capaz no solo de educar, sino también de corregir. Ese día y esa lección se convirtieron para mí en una riqueza invaluable. Prácticamente mi madre me estaba diciendo que eso de educar a los hijos es cosa del corazón y no tanto de la dureza de una vara, por más merecida que la tuviera.