“El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51)
Era una tarde cualquiera en el corazón de Breña. En medio del ruido del tráfico, los carteles luminosos y la prisa que devora todo a su paso, el interior de la Basílica María Auxiliadora se mantenía en silencio, como un faro en medio de la tormenta. Afuera, el mundo giraba veloz, casi indiferente; adentro, un puñado de fieles participaba en la Santa Misa. El sacerdote, con las manos extendidas sobre el pan y el vino, pronunciaba las palabras que Cristo confió a los suyos: “Esto es mi Cuerpo… Esta es mi Sangre…”
Y entonces ocurrió lo de siempre, pero que nunca debería parecernos común: Dios mismo se hizo presente.
La Eucaristía, centro y culmen de la vida cristiana, fue instituida en la Última Cena, en la víspera de su Pasión, cuando Jesús no sólo se ofreció como alimento espiritual sino que también confirió a sus apóstoles una misión imborrable: “Haced esto en conmemoración mía” (Lc 22,19).
Con estas palabras, nacía el sacerdocio ministerial, no como un rol administrativo o decorativo, sino como una entrega total de vida para que otros tengan Vida.
En tiempos de desacralización en los que muchos se alejan del misterio, en que se profana la verdad con relativismos y se banaliza lo sagrado con distracciones y apatías, los sacerdotes siguen siendo ese rostro visible de Cristo Buen Pastor (Jn 10), que cuida, busca, alimenta, consuela y no huye ante la maldad, sino que transforma lobos en corderos.
Los sacerdotes no son superhombres ni una élite selecta de entre los religiosos. Ellos son hermanos tomados entre los hombres, con fragilidades, pero con un corazón sellado por la unción del Espíritu a través de una sucesión apostólica que nos llega como un legado precioso desde la fundación de nuestra Iglesia .
Y es aquí donde nuestra mirada debe agudizarse: ¿Cómo podríamos tener Eucaristía sin sacerdotes? ¿Cómo podríamos tener a Cristo presente en el altar, si no hubiese un hombre que, configurado con Él, se atreve a pronunciar “esto es mi Cuerpo” en su Nombre?
Don Bosco, padre y maestro de los jóvenes, lo comprendía con profundidad cuando decía:
“Sin el sacerdote no hay Misa; sin Misa no hay comunión; sin comunión no hay presencia real de Jesucristo en nuestros altares”
(Don Bosco, Memorias Biográficas, Vol. VI).
En una sociedad que muchas veces prescinde de Dios y se desliza hacia una secularización radical, urge recordar que sin sacerdotes, la Iglesia pierde su pulso eucarístico.
Hoy, más que un memorial, es una oportunidad para mirar al altar con gratitud y al sacerdote con ternura y oración. Son ellos quienes día tras día se levantan temprano, se preparan en silencio, visitan a los enfermos, confiesan, escuchan, interceden y celebran la Eucaristía para que el Pueblo de Dios no camine con hambre espiritual.
No dejemos que el ruido del mundo silencie el misterio que acontece en cada Misa. Enseñemos a nuestros jóvenes a valorar el tesoro del sacerdocio. Animemos a los corazones inquietos a preguntarse si Dios los llama a algo más grande. Y sobre todo, recemos por nuestros sacerdotes, para que sean santos, cercanos, alegres, fieles y eucarísticos.
Porque cuando un sacerdote consagra, el cielo toca la tierra.
Y cuando alguien comulga con fe, Cristo se queda en su corazón.
Y cuando un joven descubre que vale la pena dar la vida por amor, el mundo tiene esperanza.
Que cada Eucaristía sea para nosotros un “¡gracias!” por ese amor eterno que se parte y se reparte. Y que cada sacerdote sea sostenido por nuestras oraciones, porque sin ellos, no habría altar, ni perdón, ni pan del cielo.
“Dichoso el sacerdote que, olvidado de sí mismo, trabaja sólo por la gloria de Dios y la salvación de las almas” – Don Bosco.
Don Bosco.