En todas las épocas de la historia descubrimos cosas maravillosas. Algunas perduran en los siglos, permaneciendo siempre vivas, otras, en cambio, son simples estrellas fugaces. Brillan por un instante como las modas y la fama de algunos personajes de nuestros días.
Rosa de Santa María es una rosa ‘siempreviva’. Ha desafiado los siglos y hoy sigue bella y perfumada. Es conocida en todo el mundo. Señala a todos los caminos de la verdadera felicidad. Enseña cómo vivir para saborear lo que se hace y darle sentido a la propia vida.
No era una monja. Ella misma lo confiesa. Era una simple cristiana convencida y creíble. En una ocasión pensó entrar a un convento. Su hermano Hernando la acompañaba, pero antes visitan a la Virgen del Carmen en la iglesia de santo Domingo. En el momento de proseguir, no logra levantarse. Esta es la señal que Dios me da para que me quede en el mundo sin ser del mundo, se dijo.
Entonces, regresa a su casa, para ayudar a sus padres que están pasando por una crisis económica muy fuerte. Trabaja en el jardín, hace arreglos de flores y muchas manualidades, que había aprendido, para venderlas. Saca agua del pozo que hoy conocemos. Ayuda en los quehaceres de la casa. Todo lo hace con amor. Se fía de lo que le inspiraba su amigo Jesús, que se le presentaba en forma de niño a quien ella llamaba con cariño y gratitud: el “doctorcito”.
La precaria situación familiar no la encierra egoístamente en sus cosas. Brilla por su sensibilidad ante el sufrimiento y dolor de los pobres y enfermos. Los atiende en su propia casa. Como el samaritano del Evangelio, ella cura y venda las heridas de los enfermos solo por amor. Es una mujer fuerte en su debilidad, denuncia las injusticias de las autoridades, y el poco fervor de algunos sacerdotes. Ora y sueña con las misiones porque -decía- Jesús debe ser conocido y amado por todos.
Don Bosco en el altar de María Auxiliadora de Turín puso las estatuas de algunos santos populares, entre ellos está santa Catalina de Siena y santa Rosa.