Por Silvia Quintero Tobón
Durante casi 20 años los editores del Boletín Salesiano me encargaron escribir sobre la vida de sus santos laicos y consagrados. Hoy me piden que lo haga sobre alguien a quien Dios le prestó inmensas virtudes y le dio 69 años para superar sus imperfecciones y lo logró.
Escribo en primera persona, porque fui testigo de ese proceso. Se trata de mi esposo, José María Cava Arangoitia, Pepe, exeditor de esta publicación, a quien el Padre Eterno llamó a su lado el pasado 12 de mayo.
José fue un salesiano de pies a cabeza, nacido el 31 de enero de 1954. Sus padres, Clarisa Arangoitia y Oswaldo Cava, apoyaron su vocación sacerdotal. Tuvo una linda infancia con sus hermanos Marita, Oswaldo, Jorge, Felipe y Pedrito. A los 9 años, ingresó en el Aspirantado de Magdalena y a los 18, se retiró al considerar que ese no era el plan que Dios tenía para él la formación que le dio la Congregación Salesiana le permitieron forjarse como el hombre que fue.
En 1986, nos casamos en mi parroquia Nuestra Señora del Sufragio, en Medellín, en la que crecí al amparo espiritual también de los salesianos. Del matrimonio nacieron tres hijos: Juan Martín, María Teresa y Francisco.
Amó a María Auxiliadora, a san Juan Bosco y a santo Domingo Savio. Vivió con la confianza única en la Providencia y sin apego a las cosas materiales. Encontró en el Espíritu Santo la fortaleza en su enfermedad y en los últimos días de su vida esperó confiado el abrazo con el Eterno Padre.
Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Lima y trabajó como periodistas durante 51 años, de los cuales 22 estuvo vinculado con el diario El Comercio. Asimismo, laboró en el Boletín Salesiano como colaborador y luego como editor.
La santidad también está en la perfección. Esto lo aplicó José en cada artículo que escribió o editó. No escatimaba trabajo y horas de sueño para encontrar el dato preciso, la cifra exacta y la expresión adecuada. A esto se sumaba su profunda cultura y la prodigiosa memoria que le permitía recordar lo que escuchara o leyera.
En el mundo de trabajo tan competitivo, la eficiencia y humildad fueron sus mejores referencias. Cuando anunciamos la partida de José al Cielo en Facebook, cientos de amigos y compañeros, y no exagero, comentaron la huella que dejó en sus vidas.
Para Pepe no existía la envidia. Se alegraba de corazón por todos los triunfos de los demás. Estaba atento para colaborar con sus compañeros, sobre todo con los jóvenes periodistas.
Trató a todos con el mismo respeto, educación y gentileza.
Quiero resaltar fue su tiempo de enfermedad. Lo vivió con valentía y afrontó sus dolencias con entereza y buen humor. Recuerdo que en una cita le contaba a un especialista cómo perdió su ojo sano, y ante sus palabras me puse a llorar. Él me miró y con cariño me dijo que no llorara y que, al contrario, le ayudara a dar gracias a Dios por todo lo que le sirvió su ojo para su vida y su profesión.
Sus últimos días los pasó con profunda paz, sin quejas ni reclamos. Aprovechó el tiempo para consolarnos y aconsejarnos. Nos recordó que nacimos para el Cielo. El 12 de mayo, mes de María, se fue en una profunda paz con Dios.
Ante su familia, tuvo la humildad de reconocer sus defectos y aprovechar el tiempo para superarlos y convertirse cada día un mejor soldado de Cristo en la Tierra.
A José lo extraño cada minuto, pero le doy gracias por permitirme compartir mi vida con un hombre tan bueno, alegre e inteligente.