En los inicios de la Iglesia, cuando Roma aún no sabía el nombre de aquel carpintero crucificado, dos hombres caminaban por sendas distintas, guiados por la misma luz.
Uno era pescador, el otro fariseo. Uno conoció a Jesús junto al lago de Galilea; el otro lo encontró en el camino, caído por una voz del cielo. Pedro y Pablo: tan distintos, tan iguales.
Pedro, el de manos ásperas y corazón impulsivo, había dejado redes y barcas por una promesa: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Desde entonces, cargó el peso de las llaves del Reino, entre titubeos y valentías. Fue el primero en negar, pero también el primero en correr al sepulcro vacío.
Pablo, por su parte, llevaba letras y fuego. Persiguió a los cristianos con celo hasta que Cristo lo derribó en Damasco. Ciego de luz, comprendió que la Verdad no se aprende, se encuentra. Desde entonces, ya no predicó leyes, sino gracia, y llevó el Evangelio hasta los confines del mundo conocido.
Ambos llegaron a Roma, no como conquistadores, sino como testigos. Pedro, viejo y encorvado por los años y el arrepentimiento; Pablo, cansado de viajes, azotes y prisiones.
Allí, en la capital del imperio, sembraron con sangre lo que predicaron con palabras. Pedro fue crucificado cabeza abajo, porque no se sentía digno de morir como su Maestro. Pablo, ciudadano romano, fue decapitado fuera de los muros, en la vía Ostiense.
Hoy, sus tumbas son columnas invisibles que aún sostienen la Iglesia. Pedro, la roca; Pablo, el misionero. Uno enseñó a permanecer; el otro, a salir.
Juntos nos enseñan que la Iglesia no se edifica sobre la perfección, sino sobre la fe y la entrega. Que no se trata de ser iguales, sino de estar unidos por el mismo amor a Cristo.
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