jueves, 13 noviembre 2025
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El enfermero de Dios: Fiesta de San Artémides Zatti

En un pequeño pueblo italiano llamado Boretto, una fría mañana de octubre de 1880, nació un niño de ojos vivos y sonrisa tímida. Lo llamaron Artémides Zatti. Desde pequeño, conoció la dureza del trabajo: a los nueve años ya ayudaba como peón, con las manos ásperas pero el corazón alegre.

Una tarde, mientras regresaba a casa cubierto de polvo, su madre le dijo con voz triste:
—Artémides, nos vamos a Argentina… aquí ya no hay pan suficiente para todos.
Y así, una familia pobre pero valiente emprendió el viaje hacia un nuevo mundo.

Bahía Blanca: un nuevo comienzo

Al llegar a Bahía Blanca, todo era extraño: otro idioma, otro cielo, otro viento. Pero Artémides encontró consuelo en la parroquia de los Salesianos. Allí conoció a don Carlos Cavalli, un sacerdote bondadoso que lo miraba con ternura.
—Dios tiene un plan para ti, hijo —le decía—. Escucha su voz en el silencio del corazón.

Fue así como nació su deseo de ser salesiano. A los 20 años ingresó al aspirantado de Bernal. Pero el destino quiso probar su fe.

La enfermedad y la promesa

Mientras cuidaba a un joven sacerdote enfermo de tuberculosis, Artémides contrajo la misma enfermedad. Su cuerpo se debilitó, la fiebre no cedía.
Don Carlos, preocupado, le consiguió un lugar en la Casa Salesiana de Viedma, donde trabajaba un enfermero santo, el padre Evasio Garrone.

Una noche, mientras el viento de la Patagonia golpeaba las ventanas, el padre Garrone se sentó junto a su cama:
—Artémides, reza a María Auxiliadora. Prométele que si te cura, dedicarás tu vida a los enfermos.
—Padre —susurró el joven con voz débil—, lo prometo… si vivo, viviré para servir.

Pocos días después, el milagro ocurrió. La fiebre desapareció.
Creí, prometí, curé”, diría después.

El enfermero santo

Cumplió su promesa. No fue sacerdote, pero fue hermano coadjutor salesiano. En el Hospital de Viedma, comenzó ayudando en la farmacia, y al morir el padre Garrone, todo el hospital quedó bajo su cuidado.

De día y de noche, se lo veía recorrer las salas, sonriendo entre los enfermos.
—Hermana —decía con dulzura—, ¿tiene ropa para un Jesús de 12 años?
Así llamaba a los niños enfermos. Veía en cada uno el rostro de Cristo.

A veces cargaba en sus brazos a los moribundos para que los demás no se asustaran. Rezaba el De Profundis con voz serena, mientras el amanecer se filtraba por las ventanas del hospital.

Su fama creció. Desde toda la Patagonia venían a buscar al “enfermero santo”. Los médicos lo respetaban, y hasta los incrédulos dudaban de su incredulidad al verlo.
Uno de ellos dijo un día:
—Desde que conozco al señor Zatti… creo en Dios.

Luz hasta el final

Un día, mientras arreglaba una escalera, cayó. Fue su cuerpo quien esta vez le habló: tenía cáncer. Lo supo, y sonrió.
—Ahora me cuida Él —dijo señalando al cielo.

Siguió trabajando mientras pudo, hasta que el 15 de marzo de 1951, en silencio y rodeado de sus enfermos, partió al encuentro del Dios al que sirvió toda su vida.

En Viedma, aún se cuenta que cuando cae la tarde, a veces se oye el timbre de la bicicleta de un enfermero que recorre las calles…
Y los que lo han visto dicen que se parece a Zatti, el enfermero de Dios.


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