sábado, 1 noviembre 2025
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Día de todos los Santos: «El disfraz más bonito»

En el pequeño pueblo de San Jacinto, todos los años los niños esperaban con emoción el 1 de noviembre, la Fiesta de Todos los Santos. Era un día especial: la plaza se llenaba de flores, campanas y risas, y las familias preparaban panecillos dulces para compartir.

Pero ese año, la maestra Clara tuvo una idea diferente.
—Niños —anunció con una sonrisa—, este año haremos un desfile… ¡pero no de disfraces comunes! Cada uno vendrá vestido del santo o santa que más le inspire.

Los niños se miraron entre sí.
—¿Y si no sé de ningún santo? —preguntó Tomás, rascándose la cabeza.
—Entonces, busca uno que se parezca a ti —respondió la maestra—. O mejor aún: uno que te enseñe algo que quieras aprender.

Durante la semana, el pueblo se llenó de pequeños exploradores de santidad. Lucía decidió ser Santa Rosa de Lima y llenó un canasto de flores. Mateo eligió a San Francisco de Asís y llevó una capa vieja de su abuelo, acompañada de un gato que no se le despegaba. Inés, la más callada, fue Santa Teresita del Niño Jesús, con una rosa en la mano y una sonrisa enorme.

Pero Tomás… seguía sin saber qué hacer.

La noche anterior a la fiesta, se sentó en el patio mirando las estrellas.
—Yo no soy como esos santos —susurró—. Ellos hacían cosas grandes… yo solo ayudo a mi abuela a regar las plantas.

En eso, su abuela, que lo escuchó desde la ventana, se acercó con una manta.
—Ay, hijito —dijo con ternura—, ¿y quién te ha dicho que ser santo es hacer cosas grandes? Mira, los santos empezaron siendo como tú: buenos, alegres, con ganas de hacer el bien. Dios los fue haciendo santos en las cosas pequeñas.

Tomás se quedó pensando.

A la mañana siguiente, cuando todos los niños llegaron con túnicas, coronas y capas, él apareció con su ropa de siempre, pero con una escoba en la mano.
—¿Y tú de quién vienes? —le preguntó la maestra, sorprendida.
—De mí mismo —respondió Tomás con una sonrisa—. Quiero ser San Tomás del día a día. Hoy voy a ayudar a limpiar la plaza después del desfile.

Todos rieron, y luego lo aplaudieron. Al final del día, cuando los tambores se apagaron y el sol caía, el pueblo quedó limpio gracias a él.

La maestra lo abrazó y le dijo:
—Tomás, hoy has entendido la lección mejor que nadie.

La santidad no es solo para los que están en los cuadros, sino para los que aman, ayudan y sonríen cada día.

Desde entonces, cada Fiesta de Todos los Santos en San Jacinto, los niños no solo se disfrazaban de santos, sino que trataban de parecerse a ellos con sus acciones: compartiendo, perdonando, ayudando…

Porque en el fondo, la santidad es una historia que todos podemos escribir, paso a paso, con cada acto de amor.


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